Vendió sus relojes de Nueva York para hacer en la Patagonia un vino premiado

Fuente: LA NACION

Por Mariana Reinke

Instalado desde 2002 en el Alto Valle del Río Negro, Piero Incisa della Rochetta, integrante de una familia de la aristocracia italiana, logró un Pinot Noir considerado en 2020 el mejor del mundo por el crítico de EE.UU. James Suckling

Y un día, desde Mainqué, en el Alto Valle del Río Negro, Piero Incisa della Rochetta logró que su vino Pinot Noir Chacra Treinta y Dos fuera elegido entre 36.000 etiquetas como el mejor del mundo, en el Ranking Top 100 Wines of 2020 del crítico norteamericano James Suclinkg.

De familia aristócrata de la Toscana italiana e instalado en la Patagonia desde el 2002, supo desde que pisó esas tierras que allí había un potencial enorme. Su entusiasmo por la producción vitivinícola nació en su casa, con su abuelo el marqués Mario Incisa della Rocchetta, que fabricaba en su finca Tenuta San Guido, un vino de la casa (da tábola) para consumo familiar llamado Sassicaia, que con el tiempo se convirtió en uno de los más importantes del mundo.

El joven fue creciendo y luego de estudiar en Suiza y Estados Unidos, decidió forjar su propio camino lejos de Italia. Mientras desarrollaba distintos proyectos, un día en una feria de vinos en Nueva York, su prima, la condesa Noemí Marone de Cinzano, le hizo degustar un vino Pinot Noir argentino.

Piero quedó deslumbrado con las virtudes del producto argentino y en 2001 decidió recorrer la región de donde provenía ese vino. Se tomó un avión a Neuquén para visitar viñedos con esa cepa. “Con todos los registros que existían fui recorriendo una a una las plantaciones de Pinot Noir, pero la mayoría ya no existían más. Los productores, al ver que la viña era vieja y que producía poco, las sacaban para reemplazarla por manzanas”, cuenta a LA NACION.

Después de mucho andar, encontró una finca con viñedos muy antiguos en la región rionegrina de Mainqué, que si bien estaba semiabandonada, le vio buenas perspectivas. Volvió a Nueva York y vendió toda su colección de relojes que tenía guardada en un banco para poder alquilar dos hectáreas y media de la finca.

La historia de su familia se entrelaza con la historia misma del estado italiano. “Mario, mi abuelo paterno, era hijo de un importante militar y su madre descendía de príncipes romanos Chigi. Él mismo nació en el Palazzo Chigi, hoy sede de la presidencia de Roma. Luego se casó con mi abuela, que provenía también de una familia tradicional de Toscana, Gherardesca. El conde Ugolino della Gherardesca aparece en la obra de La divina comedia, de Dante Alighieri. Mi abuelo materno también era un príncipe de Firenze”, relata.

Su entusiasmo por la producción vitivinícola nació en su casa, con su abuelo el marqués Mario Incisa della Rocchetta, que fabricaba en su finca Tenuta San Guido, un vino de la casa para consumo familiar llamado Sassicaia

“Cuando yo era chico, Mario me daba a probar los mejores vinos franceses. Era un niño con un paladar de viejo. De él aprendí el respeto y la conservación de la naturaleza. Por eso, la agricultura para nosotros debe ser amigable con el medioambiente”, añade.

En 2003, tuvo su primera cosecha pero no hubo un buen vino. Al año siguiente, la cosa empezaría a revertirse. “En 2004 ya tuvimos una buena producción. Unas 1330 botellas de Pinot y unas 600 botellas de Barda. Con una muestra de esa producción, decidí ir a Verona a una feria anual de vinos. En un primer momento, los italianos prejuzgaron mi vino hecho en la Argentina pero los hice catar y en dos horas ya había vendido toda mi producción. Ahí la prensa especializada empezó a tener interés en nosotros”, dice.

Además de viñedos, en la finca hay 150 colmenas que ayudan a la biodiversidad. La sinergia entre viticultura y apicultura es importante donde las abejas contribuyen a la calidad de la uva

Desde los inicios, consideró que en su bodega eran “una familia de campesinos que trabajaba la tierra, donde la protagonista es la naturaleza y la gente la trabaja con el máximo respeto”. Fue así que vio como fundamental tener una certificación orgánica y biodinámica para su producción: “Por eso la llamé Chacra. Quería usar una palabra autóctona, que tenga valor para los campesinos, sumado a mi responsabilidad de cuidar este lugar para las próximas generaciones”.

A su vuelta de Verona, las inversiones debían continuar. Había que encontrar dinero para comprar la viña, maquinarias, poner luz, agua corriente, construir una bodega así como también reacondicionar los viñedos y poner en marcha una práctica orgánica y biodinámica.

“Ni bien pude, regresé a los Estados Unidos en busca de inversores que se enamoren del proyecto. Pero nadie quería invertir en la Argentina hasta que encontré un señor en el estado de Colorado a quien le vendí el 30% de las acciones de Chacra para financiar la empresa”, describe.

El viticultor insiste en la calidad de su mercadería, donde nunca se va a buscar el camino más corto. “Soy obsesivo con eso. Los vinos que no los considero perfectos no se embotellan. Preferimos ganar menos dinero pero mantener la calidad que buscan y esperan nuestros clientes”, detalla.

En 2017, con Jean-Marc Roulot, como socio, empezó una producción de Chardonnay que en 2019 fue considerado entre los 100 mejores vinos blancos del mundo.

Hoy tiene 23 hectáreas con viñedos de Pinot y 16 hectáreas con Chardonnay, donde trabajan 34 personas de la región. El año pasado se embotellaron unas 6960 botellas. Solo entre un 15% y 25% se vende a vinotecas, coleccionistas y restaurantes del país, el resto se exporta a 30 países, como Estados Unidos, Canadá, Japón, Europa y Singapur, “donde cada etiqueta no se vende a menos de US$200″.

“Los socios nunca recuperaron su inversión. Todas las ganancias se reinvirtieron siempre. Tener esa capacidad económica, me permite experimentar, sin la presión de ganar dinero. Estamos en un experimento permanente siempre, cuando paremos ya no será Chacra”, finalizó.

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